Arshavin, calidad diferencial

Tres empates y una goleada. El fútbol suele volverse parejo cuando las competiciones llegan a las últimas fases. Sólo los grandes cracks son capaces de marcar grandes diferencias. La jornada nos dejó muchas conclusiones: la personalidad de un Getafe que tiene tanto talento en el campo como en la dirección -construir un equipo así es el sueño de todo hincha ambicioso de cualquier entidad modesta-, capaz de sacarse de encima el empuje inicial del Bayern, de querer el balón, de irse hacia arriba y de acabar empatando el partido; la madurez del joven Sporting, que ha aguantado en Ibrox -con alguna intervención fantástica de Rui Patricio, otro portero a seguir-; la osadía de Prandelli en un once demasiado ofensivo -sin Donadel ni lateral derecho- que acabó concediendo un tanto casi al contragolpe con marcador a favor. Merecerían todas ellas artículos enteros, especialmente la gesta del equipo madrileño ante un gigante continental. Pero el gran impacto de la tarde-noche lo causó ese rusito diminuto dotado de un talento descomunal. Andrei Arshavin dirigió el triunfo memorable del Zenit en Leverkusen y prácticamente sentencia el pase de su equipo a la semifinal.

Ya hemos hablado más de una vez de él, así que no hace falta volver a describirlo. Sería casi un insulto pretender presentar ahora a un jugador que lleva tiempo dándose a conocer a sí mismo. Arshavin es calidad diferencial. No aquella que deslumbra con un control fantástico en el centro del campo o con un regate enorme en zona de tres cuartos. La que decide los partidos. La que los gana. Su repertorio de conducciones en carrera, pases al espacio y definiciones de clase provocó tres goles: uno lo marcó él, otro se lo regaló a Pogrebnyak y un tercero nació de su habilitación a Fayzulin -futbolista muy interesante también-. E incluso Denisov falló el 1-5 en otra acción que nació de su bota y de su visión prodigiosa. Fue un auténtico show, una demostración de superioridad descarada. Un auténtico gustazo.